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¿Sería útil aumentar los sueldos de los cargos públicos para prevenir la corrupción?

Por Javier Bouzas Arufe, Universidade de Santiago de Compostela

Publicado: 22/06/2025 ·
18:32
· Actualizado: 22/06/2025 · 18:32

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  • Ábalos en una visita a Pamplona/Archivo -

Un ministro en España percibe un salario bruto anual cercano a los 80 000 euros, aunque esta cantidad puede incrementarse en función de cargos adicionales y complementos por desplazamiento o alojamiento. Según el Portal de Transparencia, en 2024 la ministra de Transportes y Movilidad Urbana cobró 81 836,84 euros; el titular de Economía, Comercio y Empresa, 86 014,84 euros; y la ministra de Hacienda, 94 889,82. Por otra parte, el sueldo del presidente del Gobierno alcanza los 93 145,20 euros al año.

En el ámbito parlamentario, el sueldo base anual de un diputado del Congreso fue de 61 800 euros en 2024, a los que pueden sumarse complementos por representación territorial, portavocías, comisiones u otras funciones internas.

¿Son cifras altas?

Pues depende. Comparadas con el salario medio en España (28 049,94 euros en 2023), el mediano (23 349 euros) o el modal, el más frecuente, que apenas llega a 14 586,44 euros, esas cifras resultan notoriamente elevadas.

Ahora bien, si se comparan con las del sector privado, el panorama cambia. Según el Informe de Sueldos Michael Page 2024, los directivos de empresas con más de 250 millones de euros de facturación ganan, como mínimo, 150 000 euros brutos anuales, y en sectores como la banca, los seguros o la economía digital, esta cifra asciende fácilmente a los 200 000 euros.

¿Puede un buen sueldo servir como cortafuegos contra la corrupción?

No necesariamente. Aunque podría parecer lógico pensar que una retribución digna disuadiría de “meter la mano en la caja”, la realidad contradice la intuición.

España cuenta con una lista larga y transversal de escándalos de corrupción, repartidos generosamente por todo el espectro ideológico, que pueden añadirse al caso Koldo-Ábalos-Cerdán: PSOE (ERE, Filesa, Invercaria), PP (Gürtel, Púnica, Lezo), CiU (Palau de la Música) o Coalición Canaria (Faycán), entre muchos otros.

La corrupción, al fin y al cabo, es un fenómeno estructural, que no distingue colores políticos pero sí erosiona de forma constante la confianza ciudadana y la calidad democrática. Según un informe para los países de la UE de Transparencia Internacional (2017), el 94 % de los españoles cree que la corrupción está extendida y el 75 % piensa que forma parte de la cultura empresarial del país.

La paradoja de la felicidad bien pagada

En 1971, los psicólogos estadounidenses Philip Brickman y Donald T. Campbell introdujeron el concepto de adaptación hedónica, esa tendencia humana a volver al mismo nivel de felicidad que tenía al principio después de mejoras sustanciales en la vida, como un aumento de sueldo.

Lo hemos experimentado todos con el primer salario que en ese momento parecía suficiente, el coche nuevo que primero ilusiona y enseguida envejece o la promoción laboral que no curó el hastío. El ser humano se acostumbra a todo, incluso a lo bueno. La satisfacción inicial se desvanece, y el impulso de querer más para sentir lo mismo se convierte en un motor perpetuo.

Afortunadamente, estudios más recientes muestran que la adaptación hedónica no es un destino inevitable. Cambios en el estilo de vida, el desarrollo del sentimiento de la gratitud o las intervenciones, a nivel individual, organizativo o incluso social, pueden elevar el bienestar subjetivo de forma sostenible, sin necesidad de lujos ni sobresueldos.

¿Y si pagar más fuera rentable?

Surge entonces una pregunta tan provocadora como pertinente: ¿sería útil aumentar los sueldos de los políticos como medida preventiva contra la corrupción?

Desde una óptica puramente económica, la idea no resulta descabellada. Subir en 100 000 euros brutos el salario anual de cada diputado costaría al Estado alrededor de 35 millones de euros. Una cifra notable, pero ridícula si se compara con los 679 millones desviados en el caso de los ERE o los 354 millones de la trama Gürtel (sin contar sus ramificaciones valencianas).

La propuesta no es nueva. Un estudio de 2001 encontró una relación negativa entre los salarios públicos y los niveles de corrupción (a menores salarios, mayor corrupción), especialmente en contextos donde los sueldos públicos son muy inferiores a los del sector privado.

Eso sí, incrementar sueldos no basta. Se necesita una arquitectura institucional sólida, controles efectivos y sanciones disuasorias. Además, la desigualdad salarial también importa. Según investigaciones del Banco Mundial, si los aumentos son selectivos y no generalizados, podrían incluso incrementar la corrupción al generar agravios comparativos dentro del sistema público.

¿Debemos resignarnos o buscar una solución?

Subir el sueldo a los políticos no garantiza la erradicación de la corrupción, pero tampoco es una propuesta frívola. En determinados contextos puede reducir incentivos para delinquir, mejorar la atracción de talento hacia el servicio público y reforzar la percepción de que la política no es un refugio de mediocridades ni una cantera de oportunistas. Para que esa subida sea legítima y eficaz, debe ir acompañada de ejemplaridad, transparencia, controles rigurosos y cultura institucional.

El verdadero problema no es solo cuánto ganan los políticos, sino cómo llegan al cargo, cómo lo ejercen y cómo rinden cuentas. No se trata de premiar la permanencia o la obediencia partidista, sino de dignificar la función pública y blindarla frente a las tentaciones del clientelismo, la opacidad o el tráfico de influencias.

La corrupción no nace necesariamente de la necesidad económica, sino del déficit de integridad sistémica. Y combatirla exige no solo ajustar los incentivos individuales, sino también fortalecer las instituciones colectivas. Por eso, el debate sobre los sueldos no debe quedarse en la superficie de la cifra, sino abrir un interrogante más profundo: ¿qué tipo de política queremos, y qué estamos dispuestos a exigir (y a pagar) por ella?

A fin de cuentas, la corrupción cuesta más que cualquier subida salarial, pero una democracia sin controles, sin ética pública y sin autocrítica puede salir aún más cara.The Conversation

Javier Bouzas Arufe, Profesor, Emprendedor e Investigador en economía y empresa, Universidade de Santiago de Compostela

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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