El diplomático que había sido Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli permitió conocer a Pío XII. Lo mismo sucede con el actor polaco que fue, bajo un régimen comunista, Karol Wojtyla, luego Juan Pablo II. Incluso con el sólido profesor que nunca dejó de ser Joseph Ratzinger, Benedicto XVI. Con el argentino Jorge Bergoglio, Francisco en su papado, fue el primer papa no europeo desde el siglo VIII, no del todo ajeno al peronismo, con un aire populista que irritaba a muchos.
Fue discípulo, en cierto modo, de Juan Carlos Scannone y Alberto Methol Ferré, representantes de la Teología del pueblo con la que, desde el Cono Sur, pretendió responderse a la Teología de la liberación. Antes que papa fue arzobispo de Buenos Aires, una gran ciudad salpicada de miseria. Y, como toda su generación, estuvo marcado por una sangrienta dictadura.
Era, además, un hombre que reivindicaba la espiritualidad religiosa, que durante un tiempo había quedado en cierto modo marginada con respecto a los nuevos movimientos y corrientes espirituales.
El primer papa jesuita
Más sorprendente aún, Francisco era jesuita. En sus casi quinientos años de historia, ningún miembro de la Compañía de Jesús había sido elegido papa. Por mucho que llevara años como obispo, apartado de su orden, Bergoglio era un hombre de profunda raigambre ignaciana.
Sin ignorar la heterogeneidad interna de la compañía ni, por supuesto, que en ella no eran pocos los críticos con su persona, en Bergoglio estaba impreso el carisma misionero de los jesuitas, ese impulso hacia las fronteras no solo físicas del mundo cristiano.
A la Iglesia la caracteriza, desde el principio, una enseñanza y un permanente esfuerzo de adaptación o reforma. Francisco, pese a las críticas que recibió, no quebró en nada esa enseñanza: insistió, con sus palabras y sus actos, en la centralidad de la gracia y en la importancia de la oración. Acogiendo a todos los hombres en sus más diversas circunstancias, no alteró la doctrina en lo referente a matrimonio, aborto o familia. Y el ecologismo, que parecía tan central en su magisterio, tiene un fuerte arraigo bíblico y nació de la crítica –iniciada por sus predecesores– a la sociedad capitalista.
Lo que se modificó fue la táctica: el misionero que fue Bergoglio, hablando del hospital de campaña, presentó a la Iglesia como un hogar, y no solo ante la adversidad material. Denunció la tendencia del individualismo que se acostumbra al mal y descarta, en las periferias, todo lo improductivo.
Pero, incluso en esta actitud, Francisco priorizó al que estaba fuera, ofreció la Iglesia como refugio y dispensario para todos aquellos, cristianos o no, náufragos de la modernidad, sin caer en relativismo alguno frente a todo atentado contra la dignidad humana. Incluso su crítica al neocolonialismo, su respeto a la diversidad cultural y su llamada al diálogo interreligioso no le llevaron a diluir componente alguno del mensaje cristiano.
Muchos han lamentado, considerando la dignidad del cargo, sus improvisaciones. Una forma de comunicarse que, afortunadamente, nos enseñó a distinguir entre las declaraciones solemnes del papa y sus ideas, comentarios, observaciones y, por qué no, ocurrencias.
Gestos en la pandemia y en Lampedusa
Entre sus numerosos gestos, dos. Aquel 27 de marzo de 2020, cuando, en la Plaza de San Pedro, bajo la lluvia y absolutamente solo, oró por las incontables víctimas de la pandemia.
Años antes, poco después de su elección, había visitado Lampedusa, denunció entonces la “globalización de la indiferencia” e inició una sólida reflexión sobre el drama de los migrantes. Famosa se hizo la cruz de Lampedusa. Una cruz entre las muchas que, variadas, manifiestan las mil formas de ser cristiano.
Porque, afortunadamente, la Iglesia es un mundo, como decía Émile Poulat, historiador de la Iglesia católica contemporánea. Y en el caso de Francisco, los más alejados fueron esos tradicionalistas que buscan refugio en la liturgia latina.
Francisco buscó reformar la Iglesia, impulsó su transparencia financiera, la descentralización y el nombramiento de laicos y mujeres en cargos de responsabilidad. Luchó contra terribles lacras: la corrupción y los abusos sexuales.
La continuidad depende de su sucesor. La mayoría de los cardenales electores los nombró él. Pero, como la suya, toda elección papal no deja de ser una sorpresa.
Francisco Javier Gómez Díez, Profesor titular historia contemporánea, Universidad Francisco de Vitoria
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.