Al alba en Utah, cuando los primeros rayos apenas rozaban las montañas que tanto amó, Robert Redford dejó de respirar. Así se despidió, silencioso, el hombre que fue más allá de las luces de Hollywood, que supo encarnar el rostro y la conciencia de una era: a los 89 años, se ha marchado la última gran leyenda viva del cine estadounidense.
Redford no murió solo. Su casa, refugio apartado entre bosques y lagos, lo encontró rodeado por el eco de sus historias, las mismas que marcaron a generaciones enteras de espectadores. Dicen quienes estuvieron cerca que se fue como vivió: con discreción, sin alharacas, mientras el mundo aún debatía sus papeles, sus causas, su eterna defensa del arte y la naturaleza.
Desde “El golpe” hasta “Todos los hombres del presidente”, su mirada azul y serena se volvió símbolo. Pero sería injusto recordarlo solo por eso. Redford fundó Sundance, fue director, productor, activista, sembrador de cineastas, defensor del medio ambiente antes de que existiera la palabra ‘mainstream’. Hollywood llora, pero también respira su legado: la libertad creativa, el compromiso social, la idea de que el cine podía ser arte y denuncia sin renunciar al éxito.
Hoy, voces de medio planeta —compañeros, críticos, alumnos, rivales— convergen en un mismo lamento: se ha ido un referente. La ética, la elegancia, el compromiso, la franqueza con la que abordó cada proyecto y cada entrevista lo convirtieron no solo en un mito, sino en un ejemplo.
Con la muerte de Redford, el cine pierde a uno de sus grandes guardianes, y la sociedad a un narrador que nunca dejó de buscar historias dignas de ser contadas. Su último acto, como su vida entera, fue un susurro hondo, un guion discreto que ahora otros tendrán que continuar.